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jueves, 17 de septiembre de 2015

Carta abierta a mis futuros suegros, que no vendrán a nuestra boda

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La noche que reservamos el lugar donde celebraríamos nuestra boda, la madre de mi prometido llamó en estado de pánico porque había olvidado mandar por correo el regalo que habían comprado para mi cumpleaños. Después de unos minutos de charla, llegó el momento de agarrar el toro por los cuernos: ¿vendrían a la boda?
La dolorosa conversación que tuvimos puede resumirse en que no vendrían porque ellos "respetan la Biblia".
Días más tarde llegó la carta de cumpleaños, con una tarjeta de felicitación que decía "Con amor, de Russ & Pat". Cada mota de purpurina que salió del sobre se burlaba de nosotros. Durante diecisiete años habían construido una convincente fachada de aceptación. Por mi parte, hacía ya tiempo que me había comprendido con dolor que cuando decían que rezaban "por nosotros", no lo hacían precisamente para que no tuviéramos un accidente con el coche, ni para que Tim y su hermano hicieran las paces. Nunca lo habían dicho en voz alta, pero la mentalidad de "ama al pecador, odia el pecado" resultaba obvia. Razón por la que el regalo y la tarjeta terminaron en un sobre acompañados de la siguiente carta:
20 de julio de 2015
Queridos Russ & Pat:
Por favor, leed esta carta hasta el final. Os escribo no para atacaros o para menospreciar vuestras creencias. Sin embargo, sí me gustaría plantearos el reto de examinar con detenimiento las acciones que habéis tomado en nombre de esas creencias. Por favor, atended a lo que os digo. Para mí es importante que entendáis lo sucedido. Mi único deseo es poder haceros unas preguntas verdaderamente difíciles y suplicaros que las tengáis en cuenta antes de ignorar por completo esta carta.
Lo primero, muchas gracias por la tarjeta de cumpleaños y la carta de felicitación; la intención era buena, pero ojalá nos hubiera parecido sincera. Si no por mí, al menos por vuestro hijo, Tim. Sé bien que le queréis (y que, de hecho, nos queréis a los dos) de la mejor forma que sabéis. También sé que toda una vida de adoctrinamiento hace difícil la reconciliación con otras verdades contradictorias y mucho más difícil aún admitir que las creencias de uno son, al menos en parte, erradas.
Pero resulta descorazonador que ni siquiera hagáis el intento de comprender que el amor que sentís por vuestra propia sangre debería prevalecer sobre unos textos religiosos escritos hace miles de años en una época en la que la esclavitud era el statu quo, las mujeres eran un objeto y comer cerdo o marisco estaba castigado con la muerte o el destierro. Nadie puede considerar al pie de la letra cada uno de los postulados bíblicos como si fueran leyes. Podéis protestar si queréis, pero todos conocemos, aunque sólo sea en parte, la verdad de este hecho.
Russ, probablemente nunca rehuirías de tu mujer durante cierto periodo del mes por considerarla impura hasta el punto de ni siquiera compartir con ella los mismos utensilios de la casa. Pat, seguramente no estarías de acuerdo en que Russ tuviera otras mujeres como concubinas o en que tuvieras que casarte con su hermano en caso de fallecimiento de tu marido. Y estoy bastante seguro de que Carolyn no sería repudiada, ni desterrada ni condenada a muerte por divorciarse de su marido y casarse con otro. Así que, ¿por qué aceptáis como leyes y verdades irrefutables las seis referencias fugaces a los homosexuales en el Antiguo y el Nuevo Testamento? ¿Por qué no os planteáis al menos la posibilidad de que la forma en que las Escrituras en relación a este asunto en concreto --como en tantos otros temas ya superados como la esclavitud, el machismo, la repulsa del mestizaje-- pudiera estar equivocada y contaminada por prejuicios arcaicos, disfrazados de la falacia insidiosa de "ama al pecador pero odia al pecado"? Ser gay no es una opción. No es una clase de adicción o enfermedad que pueda ser curada. Es una característica innata e inmutable. Rezar con la esperanza de que la orientación sexual de una persona cambie tiene el mismo éxito que rezar para que un tomate se convierta en un ladrillo.
Creedme. Yo mismo he desperdiciado varios años de mi juventud intentando cambiar porque las personas que yo amaba y respetaba esperaban que así lo hiciera. No quería tener que enfrentarme a lo que por aquel entonces me parecía una eternidad de ostracismo y odio y soledad. Lo intenté una y otra vez. No lo conseguí. Y me llevó mucho tiempo darme cuenta de que ese miserable destino no era la consecuencia de ser gay, sino que era precisamente lo que me esperaba si continuaba odiándome por ser quien soy. Por fin, conseguí entender que ser gay es un rasgo innato, como lo son la altura o el color del pelo. Después de todo, si no fuera algo natural, ¿no creéis que después de siglos de denodados esfuerzos por su erradicación de la especie humana, habría muestras de al menos un modesto éxito? Pero aquí seguimos.
Los gais como vuestro hijo y yo mismo no podríamos volvernos heterosexuales por voluntad propia, igual que vosotros no podríais cambiar de color de ojos. Y al igual que tener un color de ojos que nadie más comparte, ser gay es también uno de los infinitos rasgos naturales y sanos del ser humano. Nacimos gais y algún día, en un futuro lejano, moriremos gais. Al igual que vosotros moriréis con el mismo color de ojos con el que nacisteis. Son hechos biológicos y neuropsicológicos. Por tanto, cuando "odiáis el pecado" en este caso, de hecho también estáis odiando al "pecador".
La única opción que tenemos al respecto es cómo elegimos reaccionar ante una manifestación perfectamente natural de la vida humana. Al principio, mi madre no podía aceptarlo. Como vosotros, había sido educada en la creencia de que los homosexuales, como vuestro hijo y yo, son unos monstruos depravados y lascivos. Cuando no me quedó más remedio que salir del armario, a mi madre se le planteó el dilema de, o bien creer en lo que otros le habían contado o confiar en lo que le contaban sus propios ojos, su corazón, su mente y su alma. Por fortuna, tras dos años enfrentándose con dificultad a sus propios sentimientos con una sinceridad brutal, consiguió aceptarme incondicionalmente. Por eso a vosotros os otorgaba el beneficio de la duda. La experiencia me ha enseñado que cuando las personas rechazan el miedo y se abren al amor, el cambio es siempre a mejor.
Vuestro cariñoso comportamiento y vuestras muestras de amor hacia nosotros durante las últimas dos décadas me habían hecho mantener la esperanza de que nos reconocíais como una pareja comprometida, merecedores del mismo respeto y dignidad de otras parejas casadas, como el hermano de Tim y su esposa. Nuestro matrimonio no se ha demorado por falta de ganas. De haber podido casarnos cuando queríamos, ahora estaríamos celebrando nuestro 15.º aniversario de boda y no planificando esta ceremonia cuando hace ya diecisiete años que nos conocimos y enamoramos.
Así que lo admito, cuando Tim os llamó para preguntar si asistiríais a nuestra boda y le respondisteis que ni siquiera consideraríais estar presentes porque "es que no resultaría cómodo"... para mí fue (y lo sigue siendo) una respuesta tan decepcionante como triste. Sólo mirad a vuestro hijo. Tan sólo hay que mirarlo de verdad. Es una persona cariñosa, comprensiva, generosa de espíritu, sincera, creativa, ingeniosa, servicial y prodigiosa en tantísimos aspectos. Y es inconcebible que no os dignéis a celebrar esta ocasión con él y a quererle sin reservas como yo lo hago. En vez de eso, os centráis en un faceta suya y lo condenáis porque otros os han dicho que es un rasgo detestable y anormal. Puede que no lo demuestre, pero está profundamente apenado, porque durante los últimos veinte años le habéis hecho sentir que le estabais aceptando progresivamente y ahora todo parece una montaña de mentiras. Y esta es una impresión que no puedo menos que compartir.
Espero que este no sea el caso. El optimista eterno dentro de mí confía en que vuestro amor por él sea verdaderamente incondicional. Confío en que sea una simple aunque desafortunada cuestión de que las contradicciones con vuestra fe son tales que no estáis seguros de cómo proceder o qué sentir ante una situación así. Confío también en que, a pesar de ello, terminéis por decantaros por el amor en vez del miedo.
Pero el realista que también vive en mí teme lo contrario. En lo más profundo de mi ser, me inquieta la posibilidad de que hayáis escogido interpretar vuestra fe de la forma que os han inculcado en vez de permitiros amar a vuestro hijo por completo y tal y como es. La única consecuencia este comportamiento es un dolor lacerante para todos los que nos rodean.
Por favor, demostrad al realista dentro de mí que está equivocado. Os estáis perdiendo lo que podría ser una relación maravillosa con vuestro hijo y lo único que estáis consiguiendo son incómodas y breves conversaciones en las que ocultáis vuestra incómoda verdad, en un intento desesperado de mantenerlo en vuestra vida. Vosotros podéis hacerlo mejor, podéis hacer que sea real, que sea sincero, que sea amor sin reservas. Vosotros queréis celebrar el regalo de vuestro hijo tanto como yo, no esconderlo como si fuera algún sucio secreto.
Por otro lado, no queremos destruir el matrimonio ni redefinirlo. Queremos ser parte de su elevada condición. Queremos anunciar ante el mundo nuestros votos de amor y fidelidad mutuos, exclusivos del uno hacia el otro. Puede que os sintáis incómodos con ello, puede que incluso aborrezcáis la idea en sí misma. Pero es un hecho. Ahora que podemos hacerlo legalmente, nos casaremos este otoño. Ojalá hubierais elegido estar ahí para participar del festejo junto a nosotros y a todos aquellos que consideramos nuestros seres queridos.
Pero la oportunidad ya ha pasado. El daño está hecho y me temo que no hay vuelta atrás. Al margen de vuestros motivos, justificaciones o los futuros intentos de reconciliación, el hecho es que habéis dado prioridad a las palabras de un libro antiquísimo y al veneno que escupen los predicadores por encima del amor por vuestro propio hijo.
Por esta razón, me veo obligado a devolveros vuestra carta y vuestro regalo; es que no me siento cómodo conservándolos.
Con mi sincero amor y respeto,
James