Mujer, feminista, lesbiana, cristiana y ser humana, como dice el tuit que lancé el pasado día 26 de abril con motivo del Día Internacional por la Visibilidad Lésbica. Así me defino. Mis armarios apenas tienen ropa y sí muchos recuerdos de todas las experiencias que me han marcado.
La primera y de más calado, sin duda, fue sentir que me gustaba una mujer. Aunque pasó rápido a segundo plano: la superó el dolor que vi a mi alrededor cuando aquellas desinformadas docentes decidieron que lo mío era un caso de “sexualidad desviada” y debía abandonar el colegio. Tenía 12 años.
A partir de ese momento mi vida se tornó en una búsqueda constante de respuestas. Pero también creció en mí un auténtico radar ante las injusticias, el mismo que me ha traído hasta el compromiso sosegado y firme del momento actual de estos 47 años que acabo de cumplir.
Una búsqueda que me llevó a vivir experiencias muy enriquecedoras. Desde aquella en el monasterio de Clarisas en Oñati (Gipuzkoa), las actividades con las Mercedarias Misioneras de Bérriz, el trabajo en la parroquia de mi barrio, hasta el posicionamiento político contrario a toda forma de violencia en un Bilbao que, por aquel entonces, empezaba a ver cómo la ciudadanía se movilizaba ante tanto asesinato. Gesto por la Paz cuajó ante mis ojos junto a los silencios de muchas personas que cada semana mostrábamos nuestra repulsa en el centro de la ciudad durante media hora –que llamábamos– “de silencio por la paz”.
No encontré todas las respuestas, pero sí viví la experiencia de un Dios, Padre, Madre o todo lo contrario –como acostumbro a decir, porque quién sabe del sexo de los ángeles– que solo me invitaba a que fuera yo misma, a que viviera en coherencia con mi ser interior. No era raro, la lectura de los evangelios me mostraba un Jesús de Nazaret coherente hasta en la muerte.
Y así lo hice. De la militancia por la paz, pasé a la que da la coherencia interior: dieciocho años con una mujer como pareja, sin armarios, sin carteles y con el lenguaje de los hechos como único instrumento de inserción social dan fe de ello.
Pero cuando no hay más referentes que los individuos socializados en “lo correcto” que muestra (impone) la sociedad, tendemos por inercia a imitarlos, más cuando ha costado tanto lograr el respeto en ese mundo de “personas normales”.
Así que, aunque encontré algunas respuestas, siguieron llegando preguntas. Tenía todo, pero también una sensación –cada vez mayor– de estar siendo de nuevo incoherente conmigo misma. Y volví a indagar, ahora, en el malestar que subyacía a mi aparente felicidad.
Cuando pasó el cáncer no tuve que esforzarme mucho más. Todo se volvió relativo y empecé a ver solo lo importante. El apoyo familiar, el de mi expareja, mis amigas, ver que podía de nuevo caminar, subir al monte… Volví a vivir con la conciencia de que era una segunda oportunidad y con la absoluta certeza de que no iba a desaprovecharla.
Retomé el trabajo y empecé a ver cosas que antes no veía. Mis compañeros varones promocionaban mientras que las mujeres seguíamos en los mismos puestos año tras año en igualdad de titulación y experiencia. El malestar crecía y yo no era ya la misma.
Hasta que llegó la crisis y mi radar anti-injusticias se volvió loco. Me apunté a la Escuela de Formación de Género on-line de la Diputación de Córdoba. Dos años más tarde, mi conciencia feminista, de justicia social, empezó a estorbar en una organización empresarial que buscaba únicamente mayores beneficios con la menor inversión y en un sector fuertemente masculinizado era obvio que yo sobraba.
Y así llegué al feminismo, a la apuesta por la igualdad de derechos y oportunidades de desarrollo para todas las personas. Aquí hallé las respuestas que me faltaban y es donde empezó esta segunda oportunidad: el puzle estaba completo.
Trabajar por un mundo habitable para todos y para todas es el ideal que me alienta cada día. La igualdad como base del desarrollo en plenitud de toda la humanidad, como el único principio que garantiza realmente la vida presente y futura.
Amartya Sen concibe el desarrollo como un proceso integrado de expansión de las libertades fundamentales entre las que la igualdad –el derecho a la no discriminación– es clave porque, sin ésta, ninguna de las demás es posible. Igualdad, equidad, desarrollo sostenible, son conceptos interdependientes unos de otros, inseparables e irrenunciables.
Mi compromiso ha cristalizado con fuerza, además de en otras organizaciones, dentro de la PPiiNA (Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción). Reivindicamos permisos parentales iguales, intransferibles y remunerados al cien por cien para ambos progenitores, independientemente del sexo, orientación sexual e identidad de género que tengan. La legislación actual (16 semanas para las madres y dos para los padres) diseña una sociedad de hombres independientes económicamente (sustentadores) y de mujeres dependientes económicamente de ellos (reproductoras y cuidadoras) –hasta que se acaba el amor, claro–, impidiendo que éstas tengan una vida laboral y post-laboral en igualdad de oportunidades.
En la PPiiNA me ocupo fundamentalmente de la dinamización en las redes sociales, algo apasionante cuando crees firmemente en ello. Somos un grupo que apuesta por la socialización del conocimiento, lo que permite combinar tareas según disponibilidad de cada cual.
Si conseguimos deshacer los roles de género tradicionales que instalan la desigualdad entre mujeres y hombres, fruto del desigual reparto del trabajo que imponen nuestras sociedades; si conseguimos que los varones se involucren en el cuidado de sus hijas e hijos; si conseguimos que cambie el ADN socio-emocional de unos y otras –como dice Evangelina García Prince–, si logramos percibir nuestras vidas en equivalencia humana, entonces la evolución de la especie estará asegurada.
Dios quiso que en mí fuera así. Y lo escuché. Ojalá quienes dicen representarlo, allá en las altas esferas eclesiásticas, también lo escuchen: Gál 3, 28 «Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús».