Y me dirán maricón
Tengo muy claro lo que
debo tener claro
Ignacio Santos
Periodista 12:00 a.m. 01/07/2012
¿Y…? Ya a mis cuarenta y diez
muy claro tengo lo que debo tener claro. Por ejemplo, que soy
parte de una generación machista y homofóbica. Lo reconozco con vergüenza.
Es una pesada cruz que cargamos a lo largo de nuestras vidas, pero,
paradójicamente, sin percatarnos… Y así es porque el dolor
empozado, las heridas abiertas y la carne desgarrada, las sufren otros.
En mi generación el peor insulto
contra un prójimo era -y lo es todavía para muchos- espetarle a los
cuatro vientos el calificativo de “playo” o maricón… y ni que
decir lesbiana o “tortillera”. Muchos preferían -y aún hoy- que
les mentaran la madre. Así crecimos, así crecí, cargando y reproduciendo
prejuicios que nos hacían excluir de la barra a quien evidenciara el más sutil
asomo de “amaneramiento”, estigmatizándolo con infinita crueldad y condenándolo
a la humillación perpetua desde la más temprana adolescencia. A veces,
esa irracionalidad llegaba a extremos.
Notas Relacionadas
Recuerdo un grupo de
compañeros que los fines de semana organizaba “paseos” para tirarle piedras a
los travestis, insultarlos y en ocasiones hasta golpearlos. “Valientes” actos
de los que se vanagloriaban al regresar el lunes muy modositos a nuestro
colegio católico. Casi cuatro décadas después, constato la gran
suerte que tuve: Nunca me invitaron. En aquellos tiempos, tal vez habría
aceptado…
Estoico silencio. La vida fue abriéndome los ojos. Un amigo de la
adolescencia, sin preámbulos, un buen día me confesó que era homosexual.
Aún recuerdo la profunda impresión que me causó la noticia. Por primera
vez, el tema no me era ajeno, era una realidad dentro de mi grupo de
amigos. Durante años lo vi sufrir en estoico silencio; intentando esconder su
verdad de una y mil formas; con su portentosa inteligencia esquivando bromas
vulgares de quienes pretendían insultarlo y, a veces, ahora entiendo la
magnitud de su tragedia, invitando chicas a salir en un vano intento por
negarse a si mismo.
Finalmente, la sociedad
lo acorraló, y mi amigo se fue buscando una más respetuosa y tolerante. Creo
que no fui con él todo lo solidario que debí haber sido. Lo siento tanto… Era
muy joven. Aunque esta experiencia me hizo reflexionar mucho sobre una realidad
presente en todas las familias costarricenses, no fue suficiente para
arrancarme de raíz esa corrosiva homofobia que mamamos desde que nacemos. En
los años siguientes, entre amigos o compañeros de trabajo, más de una vez
reí con el chiste soez o fui el autor del sarcasmo vejatorio. Sí, soy parte de
una sociedad machista y homofóbica, y no quiero heredar algo tan abominable a
mis dos hijos. No lo merecen. Nadie lo merece.
No a la discriminación. Millones de seres humanos han sido asesinados,
encarcelados, mutilados, expulsados de sus grupos de amigos, de sus trabajos,
hasta de sus hogares e incluso negados por sus propios padres, únicamente por
su preferencia sexual. En pleno siglo XXI, en más de 70 países existen leyes
que castigan la homosexualidad con penas que van desde multas o castigos
corporales, hasta la cárcel o la muerte.
Con “argumentos” desde
científicos hasta religiosos, al hombre que ama a un hombre o a la mujer que
ama a una mujer, se le ultraja y denigra como delincuente, anormal o pecador.
Costa Rica no merece ser parte
de eso. El proyecto de Ley de Sociedades de Convivencia, rechazado por la
mismísima Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa, solo
pretende algo tan básico y humano como eliminar la discriminación contra las
parejas del mismo sexo permitiéndoles el derecho a gananciales, pensiones,
herencias y a pedir préstamos en forma conjunta. Simplemente eso.
No buscan bendiciones, ni
privilegios, mucho menos matrimonios, solo justicia. Con gran sentido
común, Armando González, el 13 de junio del 2010 en estas páginas, expone que
“el matrimonio tradicional no está amenazado por las uniones civiles entre
personas del mismo sexo, sino por el divorcio y la unión de hecho. Más bien,
hemos extendido el reconocimiento legal a los derechos surgidos de la unión
libre, cuyos practicantes fueron un día discriminados con argumentos similares
a los que hoy se esgrimen contra la unión civil homosexual”.
¿A qué precio? Y con lucidez,
Kevin Casas, el 8 de agosto del 2010 en este diario, explica que “quienes se
oponen a las uniones civiles de personas del mismo sexo están librando una
batalla que inevitablemente perderán en el largo plazo, como antes la perdieron
quienes se opusieron a la emancipación de los esclavos, al sufragio de las
mujeres o los derechos civiles de la población negra. Más aún, como la están
perdiendo hoy, en otros países, incluso de América Latina, quienes insisten en
discriminar a las personas por motivo de su orientación sexual… A lo sumo
están peleando por tiempo”. Solo pregunto: ¿A qué precio?
Una lucha de todos. Sí, he sido parte de una sociedad machista y
homofóbica. Como usted. Y cuando tuve argumentos y formación para
disentir, no lo hice, no me importó... “No es mi problema”, “yo no soy
maricón”, “que se defiendan ellos”… No se que fue.
Hoy solo sé que me equivoqué.
Aunque, para mi gusto a destiempo, con estas líneas intento paliar mi falta.
Pero, sobre todo, apoyar a los ejemplares hombres y mujeres,
homosexuales o heterosexuales -¡a quien le importa!-, que este domingo
salen a la calle con la frente en alto para dar una lucha que es de todos.
Suya, mía, de todos.
Como han sido de todos y por
todos, hasta de quienes se quedaron en el triste closet del prejuicio y la
indolencia, las heroicas luchas contra las odiosas discriminaciones del ser
humano por el color de piel o por el sexo con que llegaron a este mundo; por
sus ideas y opiniones, o simplemente por el Dios al que rezan en silencio cada
noche antes de dormirse.